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Así funciona el cerebro en “piloto automático”

Aunque los seres humanos se ufanan de que el cerebro es el órgano más desarrollado de la evolución biológica, resulta ser que muy al contrario de lo que la gente cree, la mayoría de las decisiones que se toman no son producto de procesos conscientes o “razonables”. Es decir, el cerebro funciona de manera automática, a tal grado que el ser más inteligente sobre la Tierra queda a merced del instinto y de su propio inconsciente.

Puede sonar desalentador, pero de acuerdo con Michael Gazzaniga, profesor de psicología de la Universidad de California en Santa Bárbara (Estados Unidos), hoy el pretencioso Homo sapiens tiene que aceptar que el grueso de su actividad mental se procesa en módulos en su mayoría automáticos.

Desde la decisión más elemental, como levantarse de la cama, hasta la más compleja, como elegir una pareja o casarse, el hombre no tiene que vérsela con los 10 millones de pasos que intervienen en cualquier acto, como hablar, mover las manos o rascarse la cabeza.

Todo eso está fuera de la consciencia. Ni siquiera pasan por la corteza cerebral cosas supuestamente complicadas como decidir qué ropa ponerse o cómo planear un día.

El psicólogo dice que las decisiones que toman los humanos no se basan en resoluciones conscientes; para él, la consciencia sería como un pensamiento a posteriori. Algo así como un ejercicio de relaciones públicas de la corteza cerebral para hacer creer a las personas que ellas están involucradas en esos procesos.

Allan Whitenack Snyder, director para el Centro de la Mente de la Universidad de Sídney (Australia), ha concluido en varias investigaciones que pensar conscientemente limita el cerebro y lo hace menos eficiente.

En ese orden de ideas, para esta tarea solamente se cuenta con la parte frontal de la corteza cerebral. Sería como decir que la parte razonable y consciente se domicilia justo por encima de las órbitas de los ojos.

Por el contrario, de acuerdo con Snyder, por debajo de la corteza cerebral actúa esa racionalidad construida a partir de las vivencias y de las experiencias que mágicamente el cerebro guarda en el hipocampo. No en vano funciones tan importantes para la supervivencia, que no son razonables ni permiten manejarse a voluntad, como el miedo, el dolor y el mismo placer, están ubicadas no en la corteza, sino en la amígdala cerebral, una estructura que está presente en muchos cerebros de las llamadas especies inferiores.

Para esos seres inferiores estas reacciones son primarias y casi reflejas, lo mismo que para los humanos. Sin embargo, la corteza cerebral, de manera presuntuosa, las agrupa y las hace identificar como sentimientos.

Gazzaniga reitera, en este caso, que el papel relacionista de la corteza cerebral vuelve a funcionar y el inconsciente frente a estos reflejos trata de interpretarlos y justificarlos. En otras palabras, la corteza se niega a aceptar que se trata de un reflejo primitivo y lo maquilla.

Todo esto tiene su lógica, según Matthew Killingsworth y Daniel Gilbert, neuropsicólogos de la Universidad de Harvard, porque el cerebro emocional apareció por debajo de la corteza en el proceso de evolución, antes que esa corteza cerebral plegada de la que tanto presume la especie humana.

 

El cerebro consciente hace que las acciones se vuelvan instintivas para que sean mucho más rápidas

La velocidad a la que este ‘cerebro viejo’ toma decisiones es de casi 300 milisegundos; es decir, algo casi instantáneo, lo cual es posible porque esa intuición se funda en la experiencia acumulada de siglos.

Nadie piensa para rascarse, mucho menos en cómo mover la boca para comer o cómo contraer los músculos para caminar. Seguro que si se intentara la acción, resultaría torpe, burda y tan ineficiente que a lo mejor no se realizaría como se necesita y cuando se necesita.

Ejemplo de esto, dice Rita Carter, autora del libro El nuevo mapa del cerebro y especialista en el cerebro humano, es el proceso de conducir un vehículo: cuando alguien está aprendiendo, todos sus movimientos son conscientes y ocupan tanto a su corteza cerebral nueva (que no se puede encargar de dos cosas a la vez) que algo tan simple como seguir la letra de una canción o hablar con alguien, puede alterar el proceso y poner a la persona en riesgo.

No obstante, en la medida en que se gana experiencia, los movimientos de la conducción desalojan la corteza y se ubican por debajo de ella. Aquí, la acción se vuelve inconsciente y los movimientos automáticos se ejecutan de manera eficiente y definitivamente sin pensarse.

Los neurofisiólogos modernos sugieren que el cerebro está diseñado para fabricar conexiones válidas entre sus partes para poner a disposición la experiencia personal, la historia de la especie y todas sus respuestas naturales al servicio de las necesidades de la persona.

Pero en ese proceso el cerebro es un timador grato. Por ejemplo, la gente decide comprar un carro de marca después de que percibe que muchas personas lo consideran mejor y que incluso se paga más por él.

Lo mismo podría ocurrir al seleccionar una pareja. Se ha visto que la persona se inclina más por aquellos con quienes ha vivido una experiencia muy grata o muy extrema.

Aquí el cerebro automático envía una señal tan fuerte a la corteza que esta termina interpretándola de manera consciente, como si la persona en cuestión fuese mejor compañera que otra.

Pero el cerebro –explica Carter– no está ahí porque sí. De manera permanente, incluso cuando la gente duerme, se esfuerza por volver automáticas todas las experiencias y estímulos que recibe así sean recientes, y los almacena con un solo objetivo: hacerlo más eficiente. Es decir, hacer las cosas más rápido y con menos errores, como ocurre con la conducción. Vale decir que cuanto más se repita la acción, más eficiente e inconsciente se vuelve.

Por el contrario, “el que piensa pierde”, dice el viejo adagio y no es nada equivocado. Pensar, razonar, sacar conclusiones, interpretar conscientemente son procesos ineficientes para el cerebro en los que se requiere mucha energía, al punto que cuando se piensa demasiado, no se puede hacer otra cosa.

Por ejemplo, una pena o dolor se vuelve consciente, sale del sótano cerebral, donde es apenas una reacción, y se ubica en la corteza para convertirse en una emoción con miles de interpretaciones que no dejan que el cerebro se ocupe de otra cosa. Por el mismo camino van los duelos, las deudas, el dolor físico y el abandono; cuando ocupan la cabeza no se puede hacer otra cosa.

La mayoría de los movimientos que hacemos al día, hasta actividades complejas como jugar fútbol, se vuelven automáticas. Un proceso como digitar se altera con el pequeño cambio de una letra y la situación vuelve al cerebro un caos.

Esto se debe a que acciones como correr, jugar fútbol, nadar, salir del cuarto y apagar la luz –así esté apagada– están regidas por una parte del cerebro acumuladas en un lugar llamado “cuerpo estriado”, que antes de que se piense ha ordenado que los músculos se muevan.

Por esa razón, uno retira sin pensar el dedo del fuego o un arquero logra tapar un penalti. Si las dos acciones se meditaran, la quemadura sería profunda y el arquero intentaría tapar demasiado tarde.

El cerebro siempre toma atajos para que todo lo que hacemos a diario esté construido sobre rutinas inconscientes, es decir, quiere volvernos expertos en todo. Como es natural, esa experticia nos impide ser creativos.

Sin desencantarse, la consciencia solo aporta argumentos para ponerle lógica, de acuerdo con cada individuo, a lo que de manera automática hacen sus pisos inferiores. En otras palabras, todo está hecho, lo que pasa es que cada individuo lo interpreta de maneras distintas. Prueba de ello son los recuerdos: siempre están ahí –los nuevos y los viejos–, pero aparecen solo en la consciencia cuando necesitan darle fuerza a una historia.

Por eso, cuando peleamos con la pareja, siempre recordamos las cosas malas de esa persona, y cuando se ama, se borra lo malo y prima lo bueno. Habría que cambiar eso de que “en el corazón nadie manda” y en lugar de eso decir “en la subcorteza nadie manda”. Y aceptémoslo: el gran futbolista colombiano James Rodríguez, al igual que Messi o Ronaldo, juega de manera inconsciente.

 

 

FUENTE: Carlos F. Fernández para Eltiempo.com