Durante la infancia, los padres son los principales «entrenadores para la vida» de sus hijos. Sin embargo, cuando su pequeño entra en la preadolescencia les resulta complejo encontrar un nuevo equilibrio entre la necesidad de protegerle y el deseo de que salte al mundo, conozca gente nueva y viva nuevas experiencias.
Según Alberto Pellai, psicoterapeuta de la edad evolutiva, investigador de Ciencias Biomédicas de la Universidad de Milán y autor, junto a Bárbara Tamborini (psicopedagoga), de «La edad del tsunami. Cómo sobrevivir a un hijo preadolescente», cuando los hijos salen de casa los padres son víctimas del constante temor de que algo malo pueda sucederles, y, por esta razón, verifican obsesivamente dónde están, qué hacen, si han llegado a su destino. «Esta situación aumenta las motivaciones de los niños para rebelarse contra sus padres, porque se sienten como atrapados en una jaula, justo cuando tienen un fuerte deseo de libertad. Para tranquilizarnos, les damos un teléfono móvil que utilizamos como correa electrónica. Pero ese mismo dispositivo les permite construirse una vida online, virtual, de la que no sabemos nada y donde los riesgos para su vida emocional y su desarrollo social son infinitos. Por eso, hoy ser un padre de preadolescentes es mucho más complejo que en el pasado».
Para entender un poco mejor lo que pasa por el cerebro en esta etapa vital de la vida explican que hay doce descubrimientos de la neurociencia que los padres deben siempre tener presentes para comprender la forma de pensar de sus hijos.
—El cerebro no deja de madurar. Durante la preadolescencia y la adolescencia, la parte del cerebro que sufre los cambios más evidentes es la materia gris, que forma la corteza, es decir, el revestimiento exterior de todo el sistema nervioso central. Es aquí donde tienen lugar los procesos cognitivos y de memorización.
Durante la infancia y la preadolescencia el volumen de la materia gris aumenta; posteriormente, a partir de los quince o dieciséis años va disminuyendo paulatinamente. Dicha disminución forma parte del proceso de maduración, que parte «de atrás» hacia delante: es decir, que primero maduran las áreas posteriores, que se ocupan de las funciones más básicas, como el control del movimiento y el descifrado de la información sensorial. Las últimas en madurar son las anteriores, ligadas a las funciones cognitivas más complejas y sofisticadas, que regulan pulsiones e impulsos y permiten la planificación y los proyectos.
—Los cambios de volumen que se producen en la materia gris durante la edad evolutiva aún no han quedado perfectamente aclarados; no se sabe exactamente qué es lo que cambia. Sin embargo, sí se sabe que la materia gris está compuesta por neuronas y células gliales (que tienen funciones nutritivas y de apoyo a las neuronas). Las sinapsis, es decir, las conexiones que establecen las neuronas entre células diferentes, hacen posible la comunicación de una célula con otra y la transmisión de los impulsos nerviosos y, por tanto, de la información que vehiculan. En las primeras fases de la vida se verifican un desarrollo y un crecimiento enormes de las conexiones sinápticas, a los que sigue una «poda» (pruning) sináptica, a medida que el cerebro va madurando. A los dos años, el cerebro tiene aproximadamente la mitad de las sinapsis que un adulto.
La maduración cerebral en la edad evolutiva conlleva la selección únicamente de las sinapsis activas, implicadas realmente en el funcionamiento de la mente del individuo. Por tanto, para mantener una sinapsis activa es preciso hacerla trabajar, ya que si permanece inutilizada será «podada» y desaparecerá de los circuitos que funcionan. Es la experiencia, pues, la que modela el cerebro del individuo. Por eso es crucial que un preadolescente reciba estímulos diferenciados, que afecten a neuronas de diferentes áreas. Hiperespecializarse en algo nunca es beneficioso en esta fase de la vida. Es mejor practicar varias actividades con el fin de mantener vivas varias redes cerebrales y limitar la poda sináptica.
—La «pseudoestupidez» de los preadolescentes es cuestión de neuronas. Cuando nuestros abuelos hablaban de la «edad del pavo», haciendo alusión a los límites de autorregulación emocional, coordinación motora y resistencia a las frustraciones típicas de la preadolescencia, afirmaban a su manera un principio que la neurociencia ha demostrado de forma inequívoca.
David Elkind, gran estudioso de esta etapa de la vida, también la ha definido como una edad que se distingue por la pseudoestupidez; es decir, por la dificultad que encuentra el individuo para utilizar al máximo sus potencialidades cognitivas. Ahora sabemos por qué sucede, gracias a la neurociencia. Como educadores y padres, por un lado tenemos que ser pacientes, sabiendo que se trata de un fenómeno específico de esta fase y que evolucionará a mejor; por otro, es importante ser conscientes de que nuestras propuestas educativas, las conversaciones con nuestros hijos, los libros y las películas que les proponemos, son instrumentos que facilitan la maduración de las funciones corticales.
—La mielinización aún parcial ralentiza las funciones cognitivas. La maduración de las funciones cerebrales es el resultado de dos procesos:
El gran incremento de las funciones cognitivas y de las habilidades de razonamiento y aprendizaje que acompañan hacia la edad adulta y la madurez son el resultado de estos dos procesos combinados: la conexión e integración de distintas áreas del cerebro y la aceleración de la transmisión del impulso. Si a veces los chicos nos parecen lentos a la hora de captar las cosas, establecer conexiones y respetar los compromisos asumidos, es porque el proceso de maduración aún no sostiene estas capacidades, que hay que ejercitar y estimular a través de la relación educativa con el adulto.
—¿No hace lo que debería? Es culpa de la mielina. El proceso de mielinización aún en proceso conlleva que a menudo un preadolescente no sepa identificar (y por consiguiente hacer) lo que es más apropiado. El educador, al ayudarle a pensar en la acción que debe llevar a cabo, o que ya ha llevado a cabo, facilita la mielinización y respalda la paulatina adquisición de competencias por parte del chico. Este camino se completa a lo largo de toda la edad evolutiva y se estabiliza en torno a los veinte años. Por esto hay que ser pacientes y constantes en el trabajo de apoyo y acompañamiento del crecimiento.
—Su cerebro primero siente y luego piensa…, quizá. En la preadolescencia, el cerebro cognitivo es mucho más inmaduro que el emocional. Por eso las acciones de los chicos están marcadamente orientadas a la búsqueda de emociones fuertes e intensas.
El cerebro emocional utiliza su «poder» para dirigir a la mente hacia sus objetivos, hasta el punto de que a menudo el propio individuo se siente asombrado y alucinado ante este dominio. Cuando nuestros hijos nos dicen: «No sé por qué lo he hecho», no tienen por qué estar mintiendo. Han seguido a su cerebro emocional sin detenerse a pensar ni por un instante en las implicaciones que tenía el acto que estaban a punto de cometer.
—La mente es muy activa y, por ello, propensa a las distracciones. A partir de la preadolescencia, el cerebro tiene las mismas potencialidades de aprendizaje (si no mejores) que el de un adulto. En ninguna otra fase de la vida se tienen mayores potencialidades que entre los once y los dieciocho años. Sin embargo, la investigación ha demostrado que a esa edad se utilizan áreas de la corteza cerebral distintas respecto a los adultos.
Frente a actividades de cálculo, concentración y control de los impulsos, el cerebro de un preadolescente tiene que hacer un esfuerzo mucho mayor, aun poseyendo, en teoría, capacidades elevadísimas, debido a las frecuentes interferencias de la parte emocional, que tiende a distraerle continuamente, haciendo que le resulten insoportables el esfuerzo y la frustración vinculados al estudio. Por ello, los adultos deberíamos ayudar a nuestros hijos limitando al menos las interferencias ambientales que pueden distraerlos y desmotivarlos (por ejemplo, eliminando el móvil, apagando el televisor, negándoles el acceso al ordenador y a los videojuegos, etcétera).
—El cerebro necesita dormir aunque no tenga nunca sueño. Los estudios han demostrado que a partir de los doce años la necesidad de descanso del cerebro cambia sensiblemente. Los chicos tienden a acostarse cada vez más tarde, pero no pueden recuperar las horas de sueño perdidas porque al día siguiente tienen que despertarse para ir al colegio. El cansancio en la adolescencia aumenta la frecuencia de la irritabilidad y la depresión e incrementa la impulsividad y la tendencia a llevar a cabo acciones arriesgadas. Hacer que un adolescente duerma todo el tiempo necesario para que el cerebro recupere las energías emocionales y cognitivas es de fundamental importancia para su bienestar psicológico.
—Es más fácil desarrollar la adicción al alcohol y al tabaco y, por tanto, es bueno prohibirlos. A esta edad, las experiencias excitantes provocan una liberación de dopamina mucho más elevada que en todas las demás fases de la vida. Por eso, los preadolescentes y los adolescentes son más vulnerables y propensos a desarrollar adicción a todo aquello que es inmediatamente agradable y excitante, en particular a las sustancias psicotrópicas, que producen sensaciones por las que se sienten fuertemente atraídos.
—Si vuestro hijo está enfadado, lo que dice no vale. Cuando un preadolescente se enfada, su cerebro emocional está a merced de la ira. Lo que os diga en esos momentos («eres el/la peor padre/madre del mundo», «te odio», «¡cómo me gustaría no haber nacido en esta familia!») viene de su parte emocional, no de la cognitiva. Es probable que si una hora antes os odiaba, una hora más tarde se os acerque pidiéndoos un mimo o una taza de chocolate.
—Si está enfadado, vosotros tenéis que mantener la calma. Un chico presa de la rabia no razona y, por ello, necesita a un adulto con autoridad que le demuestre lo que significa permanecer presente, mantener la situación bajo control, aunque uno sea presa de una emoción muy fuerte. Si ante su ira perdéis el equilibrio más que él, gritáis, le pegáis, le tiráis el móvil al suelo, le amenazáis, diciéndole cosas que nunca hubierais querido decirle, no haréis más que acentuar su estado de activación emocional. El objetivo de la actuación educativa es exactamente el opuesto: restablecer el contacto entre el cerebro que siente y el cerebro que piensa, y elaborar una estrategia consciente para superar el momento difícil.
—La preadolescencia es un período perfecto para cultivar el espíritu. Las actividades lentas, orientadas a la meditación y la reflexión, son muy útiles en la preadolescencia y la adolescencia con finalidades protectoras, porque le permiten al chico ralentizar ante algo que, impulsivamente, haría sin pensárselo dos veces. El yoga y el mindfulness están especialmente indicados en esta etapa de la vida y desempeñan un papel importante de protección, así como todas las actividades que requieren una intensa labor de concentración y esfuerzo cognitivo.
Ajedrez, juegos de mesa, juegos de cartas y enigmística son brain trainers (entrenadores del cerebro) ideales que acostumbran a la mente a interrumpir la acción y reflexionar durante largo tiempo. Adoptar unas creencias religiosas, practicar actividades y ejercicios espirituales también, siempre que no sea una actividad impuesta ni obsesiva, pueden constituir un recurso extraordinario para ayudar a las áreas del cerebro a formarse e integrarse de forma adecuada.
Fuente: un artículo de Laura Peralta para www.abc.es
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