Tu cerebro en una ruptura afectiva experimenta una angustia profunda. Es más, la ciencia nos ha demostrado que quien más sufre no es el corazón, sino una serie de estructuras cerebrales que interpretan esa decepción o abandono como una herida, como un impacto que no sabe cómo procesar. Toda esa marca neurológica se traduce en dolor físico, agotamiento y falta de energía.
Pocos hechos han generado mayor inspiración a lo largo de nuestra historia que las rupturas afectivas. A nuestro alcance tenemos un sinfín de canciones, poemas y libros arrancados directamente de todas esas piezas rotas del corazón de los artistas. En cada uno de esos legados a los que recurrimos a menudo con deleite y fascinación para hallar un bálsamo incluso a nuestros propios desamores, se contiene una misma palabra que se repite casi como un leitmotiv: el dolor.
Las rupturas, traiciones y abandonos generan un gran dolor, lo sabemos. Y este hecho como tal no puede resultar más curioso. No es necesario recibir un golpe, un arañazo, una quemadura. Porque una ruptura genera una combinación de todo ello sin necesidad de que nos rocen la piel. Es la impronta de un sufrimiento que trasciende en cada una de nuestras fibras, tendones y articulaciones. Todo duele, todo cansa, el mundo se desdibuja y caemos atrapados en esa tormenta emocional que acontece muy lejos del propio corazón, ese a quien le echamos la culpa.
Lo que nos dice la ciencia
Para hablar de aquello que sucede en nuestro cerebro tras una ruptura debemos dejar a un lado las canciones, la poesía y la literatura para irnos directamente al universo de la neurociencia. Somos conscientes de que para muchos el amor y el desamor no puede ser analizado en un laboratorio. Sin embargo, por muy aséptico y frío que nos parezca en un principio, es precisamente esta ciencia la que nos da las respuestas más reveladoras.
Fue en el 2011, cuando Edward Smith –neurocientífico cognitivo de la Universidad de Columbia–, realizó una serie de estudios y pruebas que no pudieron ser más sorprendentes. Gracias a los avances en las técnicas de diagnóstico y en la resolución de las imágenes de las resonancias magnéticas, pudo verse qué es lo que ocurre en el cerebro de esas personas que acaban de sufrir una ruptura afectiva.
Las estructuras cerebrales que más se iluminaban, es decir, aquellas que presentaban mayor actividad sináptica eran las mismas que se ponen en funcionamiento cuando experimentamos una quemadura. El dolor, por así decirlo, es real para el cerebro.
Los culpables: nuestros neurotransmisores
¿Por qué se alarga tanto ese sufrimiento en nuestros períodos de duelo? ¿Por qué duele tanto recordar? ¿Por qué nuestra mente vuelve una y otra vez a ese rostro, a ese nombre y a esa historia pasada? La respuesta está en nuestros neurotransmisores.
Cuando experimentamos una ruptura afectiva la corteza prefontal “se apaga”. Es decir, nuestra capacidad para procesar la información de forma objetiva pierde funcionalidad.
A su vez, se activan todas esas estructuras relacionadas con el apego y la vinculación. Hormonas como la oxitocina y la dopamina, reguladas por el sistema límbico, siguen modulando esa necesidad por tener cerca a la otra persona. Esa hiperactividad nos aboca a intentar retomar el contacto, a desear una nueva oportunidad, a no ver en muchos casos lo que ocurre de una forma más objetiva.
Un cerebro en estado de abstinencia
Para Helen Fisher, la célebre antropóloga experta en relaciones afectivas, el amor es un sistema de motivación, un impulso que busca ofrecer una serie de recompensas al cerebro. Estos refuerzos van desde el apego, la intimidad, el compromiso, el sexo, el alivio de la soledad…
De este modo, el cerebro en una ruptura lo que experimenta por encima de todo es la pérdida de esas dimensiones. Y cuando esto sucede, entra en “pánico” porque le falta todo, porque se ha roto todo ese sistema de recompensas, de nutrientes y seguridades. De ahí que entre en un estado de abstinencia, el mismo que sufre un adicto cuando se le retira un medicamento o una determinada sustancia.
El dolor físico es real en una ruptura
Como lo sosteníamos al inicio, el impacto de un abandono o una ruptura se vive a nivel cerebral del mismo modo que un dolor físico. Cuando nos deja alguien a quien amamos, no tarda en liberarse todo un torrente de hormonas del estrés, como el cortisol y la epinefrina. ¿Qué significa esto? Básicamente que la angustia emocional se vuelve física y que esos químicos van a alterar muchas de nuestras funciones.
Cuando hay un exceso de cortisol en el cerebro, este manda señales para que aumente el aporte de sangre a los músculos. Aparecen las contracturas, las tensiones, el dolor de cabeza, el dolor en el pecho, los mareos, el agotamiento físico…
Nuestro cerebro en una ruptura es como un organismo asustado. De algún modo, esto nos obliga una vez más a dejar a un lado la idea de que este órgano actúa como un ordenador. Nada está tan sujeto y orquestado por las emociones que nuestro cerebro, cada conexión, cada circunvolución y profunda región de su estructura fascinante vive de los sentimientos y de esas pulsiones que al fin y al cabo, nos hacen humanos.
Finalmente, el cerebro humano ama el amor. La pérdida de esa dimensión lo aterra y reacciona de forma intensa, lo sabemos. Sin embargo, si hay algo que también sabe hacer es reponerse. Necesitará tiempo, calma y nuevos enfoques, pero se reajustará. Tenemos las habilidades suficientes para reponernos a toda clase de eventos adversos, y cuando lo hacemos, salimos fortalecidos.
Fuente: www.lamenteesmaravillosa.com
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