Galen Warden yacía recostada en una tina de agua caliente después de una semana de castigo en su exigente trabajo de marketing. Su cuello y hombros estaban —como de costumbre— hecho nudo, razón por la cual Warden creyó que aceleraría la relajación de un baño reparador deslizándose bajo el agua.
Cuando se sentó unos 30 segundos más tarde, Warden recordó, "sentí como si todo mi cuero cabelludo estuviera ardiendo". Su cara, cuello y hombros no se vieron afectados, pero su cuero cabelludo parecía haber sido rociado con ácido.
Pasarían casi tres meses antes de que se revelara la causa del síntoma inusual de Warden, que se atribuía repetidamente a un dolor de cabeza por tensión. Durante ese tiempo, la aparición de otros síntomas no logró incitar al especialista que la trataba a reconsiderar su diagnóstico inicial.
En todo caso, los nuevos problemas parecían endurecer la convicción del médico de que el problema de Warden estaba relacionado con el estrés.
Mirando hacia atrás, Warden comenta que le impresiona lo que ella caracteriza como su ingenuidad médica. "Ha sido una advertencia para mis amigos", dijo. "No puedo creer que volviera a un pozo que estaba seco".
Un dolor de cabeza tensional
Conmocionada por la sensación de fuego que envolvía su cuero cabelludo, Warden abrió la ducha y se echó agua fría sobre la cabeza, tratando frenéticamente de pensar en lo que podría haberlo provocado. No se había frotado el cuero cabelludo con fuerza ni había usado un champú o producto de baño diferente.
Mientras se secaba el pelo con cautela, la mujer de 53 años trató de no entrar en pánico. Tomó dos analgésicos de venta libre y cuando no ayudaron, agregó un tercero. El dolor se aligeró. Pero una vez que las drogas desaparecieron, el dolor volvió.
El lunes 31 de mayo de 2010, Warden, que vivía en el condado de Morris, Nueva Jersey, visitó a su médico internista. Él le aconsejó que fuera a ver a un neurólogo, pero le dijo que no tenía uno para recomendar.
Una semana después, Warden vio a una neuróloga que encontró, cuyo consultorio estaba cerca de su casa. La doctora realizó un examen rápido, golpeándole la rodilla con un martillo, inspeccionando sus pupilas y haciendo que Warden se tocara la nariz, una práctica que repetiría en cada visita. Luego le dijo a Warden que estaba sufriendo un clásico dolor de cabeza por tensión.
"Traté de explicar que no estaba dentro de mi cabeza, en realidad era mi cuero cabelludo el que me dolía", recordó Warden. Ella le dijo a la especialista que cualquier movimiento repentino, o simplemente tocar la parte superior de su cabeza, intensificaba el dolor.
La neuróloga reiteró el diagnóstico de cefalea tensional. Le aconsejó que se tomara unos días libres del trabajo para descansar y meditar. También le recetó Xanax, un fármaco contra la ansiedad potencialmente adictivo.
Warden hizo lo que le sugirió la doctora. Pero lo único que alivió el dolor feroz fue la dosis máxima de analgésicos de venta sin receta que continuó engullendo durante todo el día.
En su próxima cita, unas semanas más tarde, la médica le dijo a Warden que podría ser necesario un medicamento más fuerte para romper el ciclo del dolor: un tratamiento de una semana de metilprednisolona, un corticosteroide que reduce la inflamación.
"Funcionó como un milagro", dijo Warden. Pero a medida que reducía la dosis, según las instrucciones, el dolor del cuero cabelludo regresó. "Apenas podía cepillarme el pelo", recordó.
Durante su tercera visita, la neuróloga le dijo a Warden que la prednisona era demasiado riesgosa para tomarla durante más de una semana. La doctora le recetó indometacina, un antiinflamatorio no esteroideo que se usa para tratar la artritis.
Warden dijo que tomó la droga fielmente. Sin embargo, "no hubo ninguna mejora", añadió.
A mediados de julio, Warden había desarrollado dos nuevos problemas: una fiebre baja diaria —que comenzaba a última hora de la tarde— que la dejaba con una sensación de agotamiento llevándola a sentirse aniquilada, así como una sensibilidad generalizada.
"Si alguien me apretaba el brazo", recordó Warden, el lugar me dolería durante varios minutos, aunque no había ningún hematoma visible.
Incapaz de pasar un día sin una dosis máxima de analgésicos, Warden se preguntó cuánto tiempo podría, o debería, seguir tomándolos.
Ella comentó que le dijo a su neuróloga que le preocupaba que algo grave estuviera sucediendo. La médica respondió que los dolores corporales y la fiebre no estaban relacionados con su dolor en el cuero cabelludo e incluso insistió que se trataba de un dolor de cabeza por tensión.
Quizás, sugirió la neuróloga, un medicamento para la migraña podría funcionar. La especialista le recetó un potente medicamento para la epilepsia llamado Topomax, que también está aprobado para tratar las migrañas.
La droga no ayudó. Después de unos días, Warden dejó de tomarlo.
En ese momento, dijo Warden, estaba concentrada en prepararse para una reunión nacional de ventas de cuatro días a la que debía asistir, evento que estaba vinculado con su trabajo en una empresa internacional. De alguna manera, comenta, logró pasar la reunión.
Pero cuando su vuelo a casa aterrizó en el aeropuerto de Newark, Warden desarrolló un nuevo problema: un dolor en las sienes tan agudo que casi la tiró del asiento. El dolor, que desapareció rápidamente, se repitió sin previo aviso varias veces al día.
“Comencé a vivir con el temor de que me golpeara en cualquier momento”, recordó.
En una cita a principios de agosto, Warden le contó a su neuróloga sobre el dolor en la frente como un cuchillo. La doctora repitió el examen de control neurológico rápido habitual, que era normal. Le dijo a Warden que el nuevo dolor era una variante de un dolor de cabeza por tensión y admitió que no estaba segura de qué más podía hacer.
"Decidí que había terminado con ella", dijo Warden, y agregó que no estaba segura ni se le ocurría a dónde acudir. Unos días después, regresó con su internista. Sentada en la mesa de su sala de examen, rompió a llorar. Ella le dijo a su médico de toda la vida que planeaba ir a la sala de emergencias en busca de ayuda; era lo único en lo que podía pensar.
El internista trató de calmarla y le dijo que solo podía pensar en una enfermedad que podría causarle los síntomas y la mejora que le proporcionaban los esteroides: la arteritis de células gigantes. Este trastorno que causa inflamación de las arterias, a menudo en el cuero cabelludo o el cuello, inhibe el flujo sanguíneo y se considera una emergencia médica; sin un tratamiento oportuno puede causar ceguera permanente. Es más común en las mujeres y generalmente ocurre después de los 50 años y, a menudo, aparece junto con la polimialgia reumática, un trastorno inflamatorio que causa rigidez muscular en las caderas o los hombros.
El internista prescribió otra semana de esteroides (la arteritis de células gigantes habitualmente se trata con esteroides durante meses). En cuestión de horas, el dolor de la sien y el cuero cabelludo ardiente desaparecieron, solo para reaparecer una vez que la dosis se redujo.
Cuando Warden regresó a consulta con el internista, este se negó a recetar un curso más largo de esteroides, señalando que la droga era demasiado riesgosa. Confirmar el diagnóstico de arteritis de células gigantes, le dijo, significaba realizar una biopsia de la arteria temporal, que no estaba seguro de que fuera necesaria.
Warden decidió regresar con el médico en el que más confiaba: el oncólogo ginecológico que tres años antes la había tratado por cáncer de cuello uterino. Este profesional escuchó con atención su historia y luego ordenó una tomografía computarizada de cuerpo completo.
¿Cáncer de nuevo?
La exploración del cerebro no reveló nada inusual. Pero el escáner de tórax mostró una lesión y numerosos ganglios linfáticos agrandados.
El oncólogo le dijo a Warden que podría haber desarrollado un linfoma, un cáncer que afecta el sistema inmunitario. El radiólogo sugirió una posibilidad igualmente sombría: cáncer de pulmón.
El oncólogo llamó a un cirujano torácico para programar una cita para Warden. Debido a que recientemente había tomado esteroides, una biopsia de ganglio linfático esencial para hacer un diagnóstico tendría que prorrogarse varias semanas.
Warden recuerda sentirse aterrorizada por tener que lidiar con el cáncer nuevamente.
Pero el cirujano torácico, a quien vio en septiembre, mencionó una tercera posibilidad: la sarcoidosis. Esta se trata de una enfermedad poco común caracterizada por la proliferación de pequeñas colecciones de células inflamatorias llamadas granulomas.
La sarcoidosis generalmente afecta a los pulmones y los ganglios linfáticos, pero puede ocurrir en cualquier parte del cuerpo. Se desconoce su causa, aunque algunos investigadores creen que es de origen autoinmune (dos de los seis hijos adultos de Warden han sido diagnosticados con enfermedades autoinmunes graves).
La sarcoidosis tiende a ser hereditaria y afecta a más mujeres que hombres. Los descendientes de africanos o de familias provenientes del norte de Europa tienen una mayor incidencia de esta enfermedad, que no tiene cura.
La biopsia de los ganglios linfáticos de Warden mostró que contenían granulomas y no, para su inmenso alivio, células malignas.
Warden estaba familiarizada con la sarcoidosis. A su hermana le habían diagnosticado sarcoidosis pulmonar, la forma más común, años antes. Después de varios años de tratamiento, la enfermedad había desaparecido, como suele ser el caso. Pero en otras personas, la sarcoidosis se convierte en una enfermedad crónica que afecta a múltiples órganos, incluidos los ojos, el corazón y el hígado.
El cirujano torácico remitió a Warden a la reumatóloga Vandana Singh para su confirmación y tratamiento.
"Tenía la inflamación del pecho que a menudo vemos con la sarcoidosis", dijo Singh, quien es miembro del equipo de reumatología en el Summit Medical Center. Pero el síntoma inicial de Warden, el dolor del cuero cabelludo, es "muy inusual. Nunca he visto a otro paciente con él", agregó Singh, quien estima que ha tratado a 80 personas con sarcoidosis.
No obstante, Warden no tenía arteritis de células gigantes. "Eso fue una pista falsa", señaló la reumatóloga.
Singh, que trató a Warden hasta que se mudó a Carolina del Sur en 2016, dijo que no sabe por qué el neurólogo diagnosticó un dolor de cabeza por tensión. "No parece neurológico", dijo.
Lección aprendida
En un esfuerzo por controlar la enfermedad de Warden, Singh recetó altas dosis de prednisona durante seis meses, lo que demostró ser eficaz.
Durante los últimos años, Warden, cuya enfermedad se ha extendido a su hígado y se considera crónica y sistémica, se ha inyectado semanalmente una pequeña dosis de metotrexato, un fármaco que se usa comúnmente para tratar el cáncer y la artritis reumatoide. También toma gabapentina, un medicamento que puede mitigar el dolor de los nervios.
Warden dijo que su experiencia le enseñó la importancia de presionar para obtener respuestas, y lo imperativo de dejar a un médico que no parece estar bien informado ni interesado. Ella suele revisar las credenciales de los especialistas y favorece a los médicos que también enseñan porque ha encontrado que son "más curiosos y comprometidos con el descubrimiento de respuestas".
Warden dijo que empleó estas habilidades en los años posteriores a su diagnóstico cuando dos de sus hijos estaban lidiando con enfermedades inusuales.
“Tan pronto como me doy cuenta de que alguien no está ayudando, empiezo a hacer muchas preguntas”, dijo. "Y si un médico no sabe y no quiere saber, sigo adelante".
Fuente: un artículo de Sandra G. Boodman publicado en el portal www.washingtonpost.com
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