Los cuentos infantiles están llenos de personajes que provocan el miedo en los más pequeños. El objetivo, aprovechar la gran persistencia que el temor confiere a los recuerdos. Así, por medio de animales parlanchines, hemos aprendido que no debemos hablar con extraños, o que no conviene adentrarse en lugares peligrosos. No debemos olvidar que el temor a algo se puede aprender única y exclusivamente a través de la palabra o el testimonio de otros, sin que necesariamente lo hayas experimentado personalmente.
Al crecer algunos siguen conservando su fascinación por los relatos de terror. Ya sea por el anglosajón Halloween o nuestra tradicional festividad de los difuntos, tales eventos son propicios para contar historias de miedo. El cine tomó enseguida el relevo de esta costumbre que nos asusta y atrae a la vez. Desde los celuloides clásicos, que contaban historias de seres sobrenaturales, como Nosferatu, Drácula o Frankenstein, a otras míticas y súpertaquilleras, como Psicosis, Tiburón o El exorcista, a las más recientes, como El sexto sentido, que marcó una nueva forma de suspense psicológico, muchos filmes han dejado huella en nuestra memoria. Quizá una de las más impactantes sea la escena de la ducha de Psicosis, que ha desatado el miedo fuera de la sala de cine en quienes la vieron, provocando sobresaltos desmesurados ante el más mínimo ruido, real o imaginario, mientras se enjabonaban.
Y es que, el miedo que provocan estas historias es la emoción más difícil de extinguir. Es una cuestión de supervivencia no olvidarse de los peligros, que quedan grabados en una pequeña estructura del cerebro, del tamaño de un guisante, llamada amígdala. Oír relatos de miedo o ver películas de terror desata los mismos efectos fisiológicos que si viviéramos los mismos peligros que relatan: el ritmo cardíaco, la presión arterial y la respiración se aceleran y la adrenalina se dispara.
Entonces, ¿por qué nos gustan las películas de terror? Según los expertos, en la adrenalina podría residir la clave de la predilección de algunas personas por este tipo de películas. Puesto que estas películas provocan un aumento de esta molécula, y satisfacen la necesidad de sensaciones fuertes sin necesidad de lanzarse en paracaídas o recorrer la montaña rusa más vertical.
Según Glenn Sparks, director asociado de la Escuela de Comunicación Brian Lamb de la Universidad de Purdue, estudioso de este tema desde hace más de dos décadas, lo que nos hace volver a comprar una entrada para películas como El silencio de los inocentes o Seven, es la sensación que perdura tras la proyección… y curiosamente no es la de miedo.
“El miedo es una emoción negativa que se produce cuando las personas están bajo asedio o amenaza, y que no es agradable”, explica Sparks. “Después de investigar este tema no he encontrado ninguna evidencia empírica de que la gente realmente disfrute de la experiencia emocional del miedo. En cambio, sí la hay de que las personas están disfrutando de otras cosas que van junto con esta experiencia aterradora”.
El miedo es posiblemente la emoción más activadora. Después de terminar la proyección gracias a la excitación fisiológica que nos ha provocado, y aunque no seamos conscientes de ello, cualquier emoción positiva que experimentamos se intensificará. Así, en lugar de centrarnos en los sobresaltos que la película nos provocó, recordaremos los comentarios y risas que compartimos con nuestros acompañantes. Aunque luego, al llegar a casa, las imágenes vuelvan a nuestra cabeza y se nos paralice el corazón ante el más mínimo ruido o circunstancia que nos recuerde lo que acabamos de ver. No podemos olvidar que el miedo es el mejor “fijador de recuerdo”. Además, durante el sueño, la amígdala está muy activa y se cree que es la que la responsable de las pesadillas, rememorando lo “temido” durante el día.
Según los datos recogidos por Sparks, solo un tercio de las personas buscan entretenimiento en este tipo de proyecciones horripilantes. Otro tercio, las evita sistemáticamente, como ocurre con otras situaciones que provocan miedo, y el resto pueden tolerar la angustia que les producen si no es muy extrema y si el tema o la compañía les interesan.
Para Francisco Claro Izaguirre, profesor de Psicobiología de la UNED, “las historias de miedo funcionan principalmente para evitar el aburrimiento, y no producen miedo, porque si lo produjesen de la misma forma que viajar en avión a algunas personas, nadie iría al cine a verlas ni leería esas historias, porque el miedo siempre lleva a escapar o evitar. Lo que producen es cierta fascinación al observar el sufrimiento, el miedo o la muerte desde una posición a salvo. La guerra de los mundos se consume de forma muy diferente leyendo el libro de H.G. Wells o viendo la película de Spielberg y Tom Cruise, que escuchando por la radio la mítica emisión de Orson Welles y creyendo que eso está pasando de verdad. En ese ejemplo el mismo texto produce comportamientos contrapuestos, y la diferencia está en que en un caso nos imaginamos espectadores a salvo y en el otro no”.
No hay que olvidar que las historias, sean de miedo o no, vistas o leídas, favorecen la empatía, el ponerse en la piel del otro, por lo que podrían considerarse como un simulador de la vida real, donde aprendemos comportamientos y formas de reaccionar sin exponernos a situaciones reales que pudieran ser lesivas física o emocionalmente. De ahí, que los adeptos al género de miedo podrían estar explorando los suyos propios.
El efecto abrazo
Hay quienes incluso van más lejos y atribuyen a la subida de adrenalina, que provocan estas películas cierto carácter romántico. El aumento de adrenalina que acompaña a las situaciones arriesgadas, ya sean vividas en primera persona o poniéndonos en la piel de los personajes del thriller, hace que la dopamina, decisiva en el enamoramiento, también aumente. Y en consecuencia, que nuestros acompañantes despierten nuestro interés.
Un curioso experimento llevado a cabo en 1986 con adolescentes parece avalar esta postura, sostenida por neurocientíficos como Joseph Ledoux, uno de los principales expertos en el estudio del miedo. Chicos y chicas veían en pareja una película de miedo. Uno de los integrantes del dúo era un cómplice de los experimentadores, y seguía instrucciones para ajustarse o no a los roles de género estereotipados.
Así se llegó a la conclusión de que los chicos encontraron más atractivas a las chicas que sentían miedo que a las que hablaban sobre cómo era la película. Y al revés, a las adolescentes participantes les resultaban más interesantes los chicos que se mostraban valientes ante las imágenes aterradoras. Al parecer, las mujeres son más propensas a buscar la cercanía física cuando se asustan, y es el momento idóneo para que los hombres muestren fuerza y valentía en forma de abrazo (“efecto abrazo”).
Los datos sugieren, además, que son los hombres quienes más disfrutan con este tipo de películas, lo que se achaca a que están educados para no sentir miedo.
La música guía las emociones
Y desde luego no podemos olvidar, que una película de miedo probablemente provocaría mucho menos temor sin su banda sonora. En los albores del cine, cuando aún las películas eran mudas, la música jugaba un papel más destacado si cabe. Los acordes de la banda sonora anticipan las emociones, creando el clima propicio para que los sobresaltos sean mayores que si viéramos la sola imagen. El exorcista probablemente debe buena parte del miedo que producía en los espectadores a los acordes compuestos por Mike Oldfield. Tiburón a John Williams –uno de los compositores más reconocidos de Hollywood–, con cinco premios Oscar y 47 nominaciones; Psicosis a Bernard Hermann.
Sus bandas sonoras son, incluso sin imágenes, capaces de rememorar el miedo que sentimos en la butaca cuando vimos la película por primera vez. Porque el miedo es muy fácil de condicionar a cualquier estímulo aparentemente neutro que acompañe a lo que lo suscita. En este caso, las imágenes quedan unidas en nuestra mente a melodías aparentemente tan inocentes como una canción infantil, que se transforma en siniestra al acompasarlas con la acción que narra, como en el caso de la inolvidable película Poltergeist.
Fuente: un artículo de Pilar Quijada para www.abc.es
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