Se ha dicho en el mundo de los negocios que las personas solo compran dos cosas: buenas sensaciones y soluciones a sus problemas. En medicina, el factor individual más importante que atrae a los pacientes a través de nuestras puertas no es un tipo de deseo “hacia” un objeto o servicio, sino aquel que busca “alejar o acabar” con una sensación de malestar.
Más específicamente, son el dolor y el miedo los que conducen con mayor frecuencia a los pacientes a llamar y solicitar una cita. Es de esperar entonces que estos regresen a casa con buenos sentimientos y soluciones a sus problemas; no obstante, aquello solo ocurre cuando tenemos el conocimiento, los recursos y, quizás lo más importante, el tiempo para darles el alivio que buscan en nosotros.
No estoy considerando las funciones puramente administrativas que desempeñamos, pero sucede que también algunas de ellas son más bien deseos de justificar “ausencias por enfermedad”, como en el caso de los pacientes que necesitan un certificado para presentar en su lugar de trabajo –por miedo a perder su empleo–. Incluso el hecho de recibir una vacuna contra la gripe o un examen físico concreto, a menudo está vinculado al temor de contraer eventualmente una enfermedad.
Entonces, ¿con qué frecuencia tenemos el conocimiento, los recursos y el tiempo para ayudar a nuestros pacientes a escapar de sus tormentos? Y así mismo, ¿con qué frecuencia es este alivio del sufrimiento, en el sentido más amplio, el principio general que guía a cada médico y organización de salud?
En mis lecturas aleatorias encontré la otra noche un artículo, casi un manifiesto, del Servicio Nacional de Salud Británico, publicado en 2011. El documento se tituló Un NHS mejor; de él cito seguidamente una parte relacionada con el dolor de los pacientes y la profunda responsabilidad que recae en el médico tratante:
“La razón más común para visitar a un médico de cabecera es el ‘miedo’. Temen que el tumor sea cáncer, que el dolor en el pecho sea otro ataque al corazón, el dolor de cabeza un derrame cerebral, como aquel que dejó trágicamente discapacitada a fulana. Temor a que pueda morir antes de que mis hijos crezcan; temor a que pueda perder la vista, el equilibrio o la mente. Temor a que no pueda hacerle frente, de que soy un fracaso o que voy a ser juzgado injustamente y culpado por mi sufrimiento. Ser un paciente implica no estar familiarizado con uno mismo, habitar en un caparazón desconocido, experimentar que apenas tienes control y necesitas ayuda. El mundo y nuestras relaciones se ven radicalmente alteradas cuando somos pacientes.
Qué trabajo tan extraordinario realizamos. Basado en una relación terapéutica, todo lo que hacemos depende de la confianza. Qué responsabilidad tan extraordinaria asumir el cuidado de las personas cuando se encuentran en su punto más vulnerable y a la vez más fácil de ser explotadas.
Debido a esto, es absolutamente vital que no seamos conducidos a la tentación. Del mismo modo que los ermitaños y las monjas deben estar protegidos de las distracciones del mundo para poder dedicarse a Dios, debemos estar protegidos de Mammón (demonio de la avaricia y la abundancia deshonesta) y de los incentivos perversos del mercado, para poder dedicarnos a nuestra vocación y a nuestros pacientes, y ser así el médico que ellos necesitan, no el médico en el que el mercado nos convierte”.
Vocacionados por la medicina y la atención humanitaria
Esta lectura fue a no dudar una llamada o una oración para no ser inducidos a la tentación por la avaricia. Como médicos empleados, que es lo que la mayoría de los médicos de atención primaria ahora tenemos en los Estados Unidos, nuestra tentación de sacar provecho del miedo, la desgracia y la enfermedad de nuestros pacientes es limitada. Aquí y ahora, la tentación que todos enfrentamos quizás no sea uno de los pecados capitales, pero está ganando terreno.
La distracción de lo que realmente importa es quizás nuestra mayor tentación y un veneno al que estamos constantemente expuestos. Dejamos que nuestro enfoque se desvíe del paciente hacia el reloj, lejos del momento terapéutico, y hacia los indicadores de calidad mensurables. Incluso cuando nos embarcamos en rediseños de prácticas para centrarnos más en el paciente, el proceso de certificación en sí mismo se convierte en una distracción del trabajo que nos propusimos mejorar.
Esta semana vi a dos nuevas pacientes, ambas con dificultad para respirar y palpitaciones; ambas temerosas de que algo estuviese terriblemente mal. Cada una sobrepasó los treinta minutos asignados (el tipo de cita más extenso que suelo conceder y que está reservado únicamente para pacientes nuevos y seguimientos hospitalarios) por al menos diez minutos. Sin embargo, ambas se tranquilizaron: la primera al obtener una buena nota de salud, y la otra con la seguridad de que solo dos exámenes fueron necesarios para confirmar mi evaluación clínica de que no había nada serio por qué preocuparse. Ambas mujeres me dieron un fuerte apretón de manos, gesto que fuera repetido luego por sus respectivos esposos –los que durante el proceso permanecieron acompañándolas calladamente–, y quienes al final mascullaron la palabra “gracias”.
Destaqué e invoqué a lo que a veces me refiero como “la fuente de mi vocación”, y aproveché mi experiencia y el pelo canoso que he ganado recientemente, y mi habilidad para usar un lenguaje simple y analogías cotidianas para disipar el misterio de cómo trabaja nuestro cuerpo.
En lugar de sentirme presionado o abrumado por estos encuentros, me sentí satisfecho y lleno de energía. Me puse al día con mi agenda y no pensé demasiado en las distracciones diarias.
Hice algo propio de un médico real: había mitigado los temores de dos seres humanos.
Fuente: un artículo de Hans Duvefelt, MD para www.kevinmd.com
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