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¿Cómo afecta la preocupación al cerebro?

El modo en que afecta la preocupación al cerebro puede resumirse en una palabra: tóxica. Así, y aunque esta realidad psicológica no sea más que una emoción natural cuando percibimos una amenaza, en realidad, muchas de nuestras preocupaciones son infundadas y hasta obsesivas, llevándonos a estados de gran agotamiento en los que perdemos la energía, el ánimo y todo atisbo de motivación.

Algo que sabemos bien desde un punto de vista psicológico es que los efectos de preocuparse demasiado pueden ser incluso más peligrosos que aquello que realmente nos preocupa. Parece un juego de palabras, pero en realidad va más allá. Cuando derivamos en esos estados en los que el estrés intensifica y distorsiona hasta el más mínimo detalle, todo acaba fuera de control, tomamos las peores decisiones y el malestar emocional se intensifica.

Un ejemplo, cuanto más nos obsesionemos por nuestra mala calidad del sueño, más insomnio padeceremos. Cuanto más nos preocupemos por mostrarnos eficaces y perfectos en nuestro puesto laboral, más fallos llegaremos a cometer. Es más, si nos preocupamos en exceso de que nuestra pareja deje de querernos, crearemos situaciones en las que la otra persona se sienta más presionada e incómoda.

Así, cuanta más presión le provoquemos a nuestra mente, peor responderá nuestro cerebro. Agotaremos todos sus recursos, más fallos de memoria tendremos y más agotados nos sentiremos. La lista de efectos asociados a la preocupación excesiva es inmensa, debido a la biología del estrés. Veamos más datos a continuación.

 

¿Cómo afecta la preocupación al cerebro?

El modo en que afecta la preocupación al cerebro es más intenso de lo que podamos pensar. Así, neurocientíficos como el doctor  Joseph LeDoux de la Universidad de Nueva York nos señala que el impacto de esta dimensión es tan severo porque las personas por término medio, no sabemos preocuparnos de manera saludable. Tenemos la curiosa tendencia de llevarlo casi todo al extremo.

Ahora bien, también nos señala otro factor que nos exime quizá de una parte de culpa. Nuestro cerebro está programado para preocuparse primero y para pensar después. Es decir, nuestro sistema emocional y, en concreto nuestra amígdala cerebral, son las primeras en detectar una amenaza y en activar en nosotros una emoción.

Al instante, se liberan neurotransmisores como la dopamina para generar la activación y el nerviosismo. Tiempo después, el sistema límbico estimula la corteza cerebral para dar aviso a las estructuras mentales superiores. ¿La finalidad? Animarle a que tome el control, a que haga uso del razonamiento lógico para regular ese miedo, esa sensación de alarma.

El doctor LeDoux nos recuerda que en el ser humano las emociones tienen más poder que la razón. Algo así hace que las preocupaciones y el laberinto de la ansiedad al que nos abocan, tomen comúnmente el control de nuestras mentes. El modo en que afecta la preocupación al cerebro es por tanto inmensa y los efectos insospechados.

 

La preocupación excesiva genera dolor psicológico

¿Qué entendemos por dolor psicológico? ¿Es diferente del dolor físico? Efectivamente lo es, pero en realidad es igual de limitante. Así, el dolor psicológico es básicamente sufrimiento, agotamiento, negatividad, desánimo…

En un cerebro ansioso dominado por las preocupaciones constantes, quien nos controla es la amígdala. Ella nos hace ver peligros donde no los hay. Todo son amenazas, de todo desconfiamos y todo nos genera temor. Su hiperestimulación afecta a la corteza cerebral, reduciendo su actividad. Por tanto, dejamos de ver las cosas con mayor calma y equilibrio.

Asimismo, la amígdala activa diversas áreas de dolor cerebral como es por ejemplo la corteza cingulada anterior. De este modo, el malestar se intensifica.

 

Cuando la preocupación afecta al cerebro con intensidad, tus procesos cognitivos fallan

¿A qué nos referimos cuando hablamos de los procesos cognitivos? Cuando la preocupación afecta al cerebro de manera intensa porque llevamos semanas o meses supeditados a ciertos pensamientos, podemos empezar a notar hechos como los siguientes:

  • Fallos de memoria
  • Problemas de concentración
  • Dificultad para tomar decisiones
  • Problemas para comprender mensajes, textos, etcétera

 

¿Cuál es la solución para dejar de preocuparnos?

En realidad, la clave no está en dejar de preocuparnos. La respuesta está en aprender a preocuparnos mejor. De lo contrario, tal y como nos explican en un estudio llevado en la Universidad de Cambridge por el doctor Ernest Paulesu, corremos el riesgo de derivar en un trastorno de ansiedad generalizada.

Para lograrlo, para aprender a preocuparnos mejor es adecuado recordar los consejos del destacado psicólogo Albert Ellis. Reflexionemos por tanto en ellos unos instantes:

  • Analiza tus pensamientos irracionales. Aunque no lo creas, cerca del 80% de tus preocupaciones son desmesuradas y no tienen una base lógica.
  • Habla sobre tus emociones, ponles nombre, desahógalas, sácalas a la luz. Es posible que te estés preocupando en exceso por tu trabajo porque, en realidad, te sientes insatisfecho, porque no eres feliz, porque no te satisface. Profundiza en esas ideas.
  • No tomes decisiones basándote solo en tu estado de ánimo. Antes de decidir y actuar, aplica la calma y pasa cada pensamiento por el filtro de la razón. Las emociones son importantes, pero si estas se maridan con el razonamiento pausado y centrado, actuarás siempre con mayor acierto.

Para concluir, sabiendo cómo afecta la preocupación al cerebro, aprendamos a ser más proactivos. Evitemos caer en esos ciclos de sufrimiento y hagamos uso de enfoques más saludables y razonables. En caso de no lograrlo, no dudemos tampoco en contactar con profesionales especializados. Como estupendamente lo sintetizó en una frase el clérigo estadounidense Henry Ward Beeche: «Cada mañana tiene dos asas, podemos tomar el día por el asa de la ansiedad o por el asa de la calma». Optemos por la más saludable.

 

Fuente: un artículo de Valeria Sabater para lamenteesmaravillosa.com

 

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