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La neurociencia de la felicidad

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Fue la obsesión de la segunda mitad del siglo XX y se ha mantenido como una de las grandes cuestiones que dominan la búsqueda vital en el siglo XXI: la felicidad es la meta que siempre se quiere conquistar, la que se ha asentado como el fin de un camino deseable y aspiracional. Cuando seamos por fin felices, todo irá espectacularmente bien. Pero, ¿es realmente plausible soñar con esa felicidad color de rosa que nos venden los anuncios y la cultura popular y que hemos interiorizado como el gran e incuestionable objetivo vital?

De entrada, la felicidad no es un concepto cerrado. Como nos explica en una entrevista Robert Waldinger, el actual director del Estudio Harvard de Desarrollo en Adultos, la idea de qué significa ser feliz evoluciona con el paso del tiempo. «La felicidad significa cosas diferentes para generaciones distintas», apunta. Aun así, es posible ver que las conexiones que existen entre ese estado y la forma como vivimos se han alterado poco a lo largo de las décadas (los vínculos entre felicidad y salud, por ejemplo, pueden verse ahora y también se veían hace 50 años).

En cómo se construye esta percepción de las cosas entran en juego muchos elementos, como la esencia del cerebro humano. Si a algo apunta la neurociencia de la felicidad es que el funcionamiento del cerebro es muy complejo. Como recuerda en Neurociencia para ser feliz (B de Blok) José Ramón García Guinarte, en el cuerpo humano se producen miles de millones de reacciones cada segundo, que gestiona el cerebro. Son muchos procesos complejos que ocurren, por así decirlo, en piloto automático.

¿Puede ayudar a entender la felicidad comprender cómo opera el cerebro y cómo se producen todas esas reacciones? ¿Puede esto servir para activar maneras de alcanzarla y reducir las emociones negativas?

«La felicidad no es un constructo cognitivo (causa hipotética de un determinado comportamiento): es una experiencia emocional, un sentimiento que se basa en la activación neuropsicológica del sistema de recompensas del cerebro», explica un artículo de varios investigadores de la Universidad Witten/Herdecke. No se trata solo de que te sientas bien, sino que además implica «señales y valores biológicos». Por eso, nuestro propio cuerpo —y en especial nuestro cerebro— tienen un papel importante en la felicidad.

Esto también supone que pueda ser medida de una manera científica: por ejemplo, fijándose en el flujo de sangre o en la actividad cerebral, que es justamente lo que hace la neurociencia. Los expertos en neurobiología diferencian tres tipos de felicidad: la que parte de la anticipación y el placer, la que se conecta con el alivio y la que nace de la satisfacción profunda, es decir, la paz interior (la más habitual en la mediana edad). Comprenderlas ayuda a entender mejor nuestros mecanismos internos.

No obstante, recuerdan también los investigadores, se puede aprender a ser más felices e influir en el propio curso de la felicidad. De hecho, es probable que lo que más interese al público general sobre lo que puede decir la neurociencia sobre la felicidad es el de encontrar herramientas para afianzarla o mejorarla.

García Guinarte señala en su libro el potencial de varias técnicas para «reprogramar» el cerebro. Básicamente, se intenta reforzar el pensamiento positivo y aquellas habilidades que ayudarán en ese camino hacia la felicidad. Quizá la más conocida es aquella que invita a recordar al final del día tres cosas positivas —y, de ser posible, a escribirlas— para potenciar los recuerdos positivos y reducir el sesgo hacia lo negativo. Usar la técnica del mando a distancia para controlar los flujos de información en nuestro pensamiento, visualizar las cosas desde puntos de vista distintos o alterar en nuestros recuerdos a quienes —o lo que— nos causa estrés o angustia pueden ayudar a modificar los procesos de nuestra mente.

Con todo, la neurociencia también ha demostrado que la felicidad no se puede lograr con una receta mágica, o al menos eso es lo que apunta el neurocientífico Dean Burnett. «La idea de una felicidad de larga duración, por defecto, creo que es engañosa y que muchas veces no ayuda porque no es así como funciona el cerebro», asegura. Esto es, el cerebro premia con la felicidad cuando se hace algo bueno o cuando se está ante algo correcto, explica. Si siempre todo es igual, no se producirá esa recompensa. Al mismo tiempo cabría preguntarse cuán realista es pensar que se puede ser feliz de forma continua.

Sin embargo, tampoco es tan fácil activar vectores de felicidad, explica Burnett, como un atajo rápido y simple que funcionará para todo el mundo —el neurocientífico habla de la obsesión por liberar dopamina, cuando ese es un proceso mucho más complejo— porque en la felicidad entran en juego muchas más cosas. La genética o el contexto de nuestras vidas también cambia la percepción de la felicidad.

Por tanto, pensar que si te esfuerzas mucho o que si haces todo cuanto detalla una lista de cosas la felicidad estará asegurada al final del proceso, es un error de cálculo y uno que, quién sabe, nos podría hacer más infelices. Esto es, además, especialmente importante en un momento en el que, quizá, se está produciendo una tiranía del ser felices, en la que existe cierta presión por serlo siempre y por no estar nunca triste. La tristeza es también, no hay que olvidar, una emoción humana.

Fuente: un artículo de Raquel C. Pico publicado en el portal ethic.es

 

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